Revista Internacional de Poesía "Poesía de Rosario" Nº 19
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La poesía del litoral y sus creadores ENTRE LA TIERRA, LA CIUDAD Y EL AGUA por Cesar Bisso



 
La poesía del litoral y sus creadores

ENTRE LA TIERRA, LA CIUDAD Y EL AGUA

 
La poesía debe considerarse como una de las artes más antiguas y difundidas. Originalmente estuvo unida a la música en la canción, se fue independizando y el ritmo propiamente musical fue sustituido por el ritmo lingüístico. Más tarde adquiere relevancia la palabra escrita sobre el papel, como mensaje, a partir de la aparición de la imprenta como herramienta de transformación masiva, o mejor dicho, como rasgo distintivo de la primera globalización cultural.

Comenzamos a vivir la experiencia de la escritura que deviene pensamiento, es decir, propone ideas, describe realidades, elabora fantasías y construye nuevos escenarios simbólicos, más allá de los usos del ritmo y la métrica, recursos propios del poema.

El poeta no sólo le canta a las cosas que lo rodean, exalta sentimientos o revela historias increíbles, sino además dice desde su modo de pensar, de hacer, de sentir. Y esa combinación de actos no sólo le permite entrever lo que hay o desea, sino que también, en distintos grados, transforma la realidad.

Indudablemente, desde aquellas inscripciones jeroglíficas hasta el presente, la poesía habita en la expresión comunitaria. Asociada a la danza de espíritu religioso o las palabras cantadas con diferentes ritmos, al principio. Y, más tarde, ligada a la canción y a la música instrumental.

A lo largo de la historia, la poesía nunca ha dejado de mantener un vínculo primordial entre los hombres; simplemente porque está hecha con palabras; y la palabra es todo: lo que funda y constituye nuestra razón de ser.

Quizás esta introducción sirva para embarcarnos en una travesía por la poesía y los poetas del litoral argentino que fueron testigos del convulsivo desarrollo del siglo veinte y que dejaron la muestra cabal e indeleble de su escritura.

Intentaremos bucear en los registros líricos de nuestra región para destacar su autonomía estética y conceptual o tal vez para advertir que devienen de antiguas culturas de ultramar. O quizás tenga más sentido pensar en culturas y subculturas que fueron mezclándose a lo largo del tiempo, yuxtaponiendo un pliegue sobre otro de la historia, acumulando lo nuevo con lo viejo para que nada se pierda y el relato continúe desarrollándose, ininterrumpidamente.

Por todo esto hoy podemos comprender cualquier expresión poética, no por el imperio de la diversidad cultural, sino por el vínculo sagrado de la poesía con la tradición. Por algo todas las vanguardias del último siglo, más allá de experimentar nuevas formas de concebir y practicar la poesía, no han podido desligarse de lo que han sido los grandes testimonios poéticos de distintos periodos históricos.

La ruptura con lo anterior supone también continuidad, porque, en definitiva, en la base de la nueva creación está la relectura de los viejos poetas. Como dice Foucault: “lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno”. Y en nuestros poetas celebramos ese acontecimiento cuando en cada lectura podemos apreciar el engarce entre aquellos que alumbraron el principio del siglo con los últimos resplandores poéticos.

Tres vertientes

La poesía del litoral argentino puede dividirse, desde el lugar de la creación, en tres vertientes definidas: la tierra, la ciudad y el río. Cada una de ellas recoge estilos unívocos, donde el hombre y la naturaleza conviven con la fuerza de la historia y la lucidez de la memoria.

El lirismo ha sido una corriente fecunda en la impronta de tantos poetas que abrazaron la vida y la muerte, la verdad y la belleza desde el don de una escritura que nunca acaba y siempre se transforma.

Si nos apoyamos en la margen derecha del río Paraná, podemos atravesar nuestro litoral desde los impenitentes montes boreales hasta la espléndida llanura del sur santafesino. Y si incursionamos la Mesopotamia nos transportaremos entre los dos grandes ríos por selvas, esteros, campos y cuchillas.

Y cada región está investida por ciudades, pueblos, hábitos y tradiciones. De cada una de ellas emanan culturas disímiles, con lenguajes propios y voces auténticas que expresan el decir, el sentir y el hacer del hombre.

Es difícil rescatar en una sola nota todos los rangos y registros poéticos que abundan por todas las regiones. Cada pueblo tiene su pasado, su destino y su poeta.

Hay voces que construyeron su obra de espaldas al río. Otras no dejaron nunca de mirar hacia el gran curso de agua y aún flotan en el éxtasis del cosmos fluvial. Y otras se amarraron al paisaje urbano y cosmopolita de la ciudad o se cobijaron bajo el manto costumbrista de la comarca.

Y entre tantos nombres y poemas siempre importa saber cómo se escribe más allá del tema que inspire al creador. Es por eso que los nombres que vayan asomando en el texto quizás se remitan más a darle sentido a esta relación con la escritura, que al mero hecho de hacer una larga, tal vez interminable, lista de poetas que deberían ser mencionados por haber nacido, vivir o culturalmente pertenecer a una determinada región. Vamos al grano:

El Alto Paraná, donde se entronca la selva con el torrente indomable, es probable que nos acerque a la lucha del hombre por sobrevivir a su propio fatalismo entre criaturas salvajes y pájaros fascinantes, entre febriles aguaceros potenciando el conjuro de los yerbatales y tabacales.

En esa región aún perdura el sentir correntino de Velmiro Ayala Gauna (1905-1967), de breve paso por la poesía, como así también el romancero guaraní de Osvaldo Sosa Cordero (1906-1986), condensado en un canto que celebra al hombre y la tierra bárbara. Pero el primer gran cultor de la lírica local fue Juan Carlos Gordiolla Niella (1919-1982), seguido en esa búsqueda de una nueva estética por David Martínez (1921-1992).
 
Luego surge la bandera más emblemática de la poesía correntina, que ha trascendido las fronteras, para alcanzar reconocimiento internacional. Me refiero a la voz de Francisco Madariaga (1927-2000), creador de una escritura volcánica, luminosa, imprescindible: “Y el viento del nordeste comenzaba a ser verde / entre los colores del agua de la infancia”… Años más tarde alumbran otros poetas fundamentales, como Juan José Folguerá (1940-2004), Martín Alvarenga (1941) y Oscar Portela (1950). Más recientes, Alejandro Mauriño (1948) y Rodrigo Galarza (1972).

Más arriba del mapa, la poesía misionera está más inmersa en la realidad regional. Quizás la obra aguda, pasional y dramática de Horario Quiroga (1878-1937) fue una traza muy fuerte para los futuros autores. Si bien el escritor uruguayo no incursionó la poesía, no podemos soslayar la gran importancia que adquieren sus relatos de la selva en la textura literaria local y nacional.

A partir de allí la poesía intenta abrirse paso en la búsqueda de un registro propio. Podemos citar a Juan Enrique Acuña (1915-1988) como un entusiasta impulsor de la lírica misionera. Y más cerca en los años, surgen voces intensas, como las de Olga Zamboni (1938), Elida Manselli (1941), Leopoldo José Bartolomé (1942), Rosa Escalada Salvo, Alberto Hugo Hedman (1950), Héctor Osvaldo Mazal (1955), Yiyu Finke (1960), Aníbal Silvero (1969) Y Pablo Durnit (1969).

Del otro lado del río, podemos destacar la obra de dos entrerrianos que llegaron por razones similares (la docencia) a las provincias de Chaco y Formosa respectivamente y se convirtieron en verdaderos pilares de la literatura nacional: Alfredo Veiravé (1928-1991) y Orlando van Bredam (1952).

El primero utiliza la sobriedad del lenguaje para convertir a las pequeñas cosas de la vida cotidiana en grandes temas universales (“Morir de risa es una versión de la / muerte festiva. / En esas fuentes, creo, está una de las respuestas, / la palabra cazada al vuelo”); el otro, hoy alejado de la poesía para abrazar la narrativa, almacenó en su estancia por la poesía los recursos de una escritura ensimismada y nostálgica.

Pero tanto en la vida literaria del Chaco como en Formosa han surgido poetas de gran relieve. De la primera, podemos rescatar a Aledo Luis Meloni (1912) un maestro que ha hecho docencia con la palabra poética; Oscar Hermes Villordo (1928-1994), gestor de una poesía homoerótica; Mario Nestoroff (1936-1980); Ana María Donato y Antonio Fracchia. Y podemos agregar otros coterráneos, como Daniel Freidemberg (1945), Susana Szwarc (1952) y Claudia Masin (1972), hoy radicados en la Ciudad de Buenos Aires.

De la segunda, se destaca la poesía romántica, convertida en letras de tango, de Manuel Ferradás Campos (1913-1986), convertido luego en dramaturgo y en uno de los máximos exponentes periodístico de la radiofonía argentina.

Otro precursor fue el autor del himno formoseño, Armando de Vita y Lacerra (1919- s/c). Entre las voces actuales mencionamos a Luis Argañaraz (1944), Zuma Sosa (1945), Rodrigo Hernán Rojas, Margarita Ledesma y Luis Horacio Medina (1972).





Dos fortalezas

Santa Fe y Entre Ríos son las provincias con mayoría de exponentes literarios, no sólo por la densidad poblacional de ambas, sino también por la tradición cultural que las caracterizó a lo largo de la historia.

Al hablar de la lírica santafesina debemos comenzar con los albores del siglo veinte para encontrarnos con otro entrerriano de nacimiento adoptado por la ciudad de Santa Fe, José Cibils (1866-1919), y continuar con la poesía de la gesta gringa que exaltó José Pedroni (1899-1968) a través de versos memorables: “El hombre y la mujer que ya en la tierra entran; / la mujer con su miedo y el hombre con su fuerza”…

Esa gesta se consolida en otras dos voces que abordan el sueño de los inmigrantes y exaltan el avasallante realismo en medio de una naturaleza generosa: Mario Vecchioli (1903-1978) y Carlos Carlino (1910-1982).

Pero el canto rural no culminó en ese generación notable de poetas, sino se prolongó en Lermo Rafael Balbi (1931-1988) con su “Aráoz muerto y celeste” (uno de los más bellos poemarios de la lírica santafesina), Jorge Isaías (1946) y “sus crónicas gringas”, Elda Massoni (1938-2001), Nora Didier de Iugman (1948) y Lelé Santilli (1952).

Hay otro canto a las cosas perdidas y al desamparo existencial, que surge desde la personalísima voz de Amelia Biagioni, nacida en Gálvez en 1911 y radicada en Buenos Aires hasta su muerte, acaecida en el 2000.

Canta nuestra poeta:“Arqueóloga en mí hundiéndome, / excavo mi porción de ayer / busco en mi fosa descubriendo / lo que ya fue o no fue / soy predadora de mis restos. / Mientras me desentierro y me descifro / y recuento mi antigüedad, / pasa arriba mi presente y lo pierdo”.

Quizás la poesía de Biagioni se aproxime a la sutileza intimista de Emilia Bertolé (1898-1949), notable poeta del sur santafesino. Después, por esa delicada huella, desandan Irma Peirano (1917-1965), Nelly Borroni Mac Donald (1919-1985), Graciela Maturo (1928), Estela Figueroa (1946), Nora Hall (1946), Concepción Bertone (1947), Malena Ciraza, Morita Torres (1949), María Negroni (1951), Ana María Cué y Beatriz Vignoli (1965), entre las voces femeninas. Respecto a los poetas existencialistas de la provincia del Brigadier López, podemos abrir la brecha con el poeta rosarino Aldo Pellegrini (1903-1973), precursor del surrealismo en nuestro país (“Si abro la puerta hay una mujer / entonces afirmo que existe la realidad”) y proseguir con Arturo Frutero (1909-1963), Francisco Gandolfo (1921-2008), Hugo Padeletti (1928), Rubén Sevlever (1932), Raúl García Brada (1939), Oscar Agú (1941), Luis Francisco Houlin (1944), Carlos Piccioni (1945), Héctor Píccoli, Alejandro Pidello (1947), Héctor Berenguer (1948), Pedro Bollea, Guillermo Ibáñez (1949) y Roberto Malatesta (1961), entre otros.

En otro escenario, podemos abordar el rumbo de una pléyade de poetas humanistas, entroncados con lo metafísico, que apelan a un escritura experimental y de alto vuelo lírico, como la obra de Aldo Oliva (1927-2000): "Levísimo pañuelo/de tránsito encantado, / ¿le dará tu caricia/ consumación al vago/ presagio de la noche/rosada que crecía?". O los hermosos y enigmáticos poemas latinoamericanos de Rubén Vela (1928). Y los poemas de la soledad y del lento movimiento del devenir que resumen la breve e intensa obra de Juan Manuel Inchauspe (1949-1991).

También citamos la nostalgia y la memoria como vectores de creación, que deviene de la escritura de Florentino Hernández (1933), Alberto Carlos Vila Ortiz (1934), Raúl Armando Santillán, Clara Rebotaro, Ketty Alejandrina Lis, Susana Valenti (1943), Celia Fontán (1946), Estrella Quinteros, Reynaldo Uribe (1951), Ana Victoria Lovell y Marcela Armengod; el entrecruzamiento entre la vida cotidiana y lo místico, que distingue el acento de Edelweis Serra (1923-2000), Fortunato Nari, Norma Segades (1945), Marta Rodil, César Actis Brú y Julio Luis Gómez (1949); la vertiente erótica en Patricio Torne (1956); la construcción amorosa en Ana María Crosta, ANP Lagos, Patricia Severín y Gabriela De Cicco (1965); la proyección intimista en Graciela Ballesteros, Florencia Lo Celso, Jorgelina Paladini, Gladys Frutos Faloni, Ana María Russo, Mirta Larcher, María Rosa Montes (1952) y Ada Torres.

Y así como hay poetas que escriben de espaldas al río, también están los que frecuentan la naturaleza de las islas, se detienen en la mirada reveladora o duelen frente a la realidad del hombre costero. Desde Beatriz Vallejos (1922-2007) y sus imágenes panteístas (“La rosa del agua / enamora los remos, / inclina reflejos / la quietud del agua), hasta el lenguaje costumbrista y pasional de Julio Migno (1915-1993); pasando por la bellísima poesía de Felipe Aldana (1922-1970), un poeta urbano que nunca apartó el ojo hacia el Paraná (“Un río siempre es distinto: / metal, espejo que pasa / donde miran las ciudades / sus rostros sobre las aguas”.

Y por añadidura, se nos hace presente la visión del mundo agrario y la escenificación del hábitat costero en la escritura de José Francisco Cagnín (1914-1986); la urdimbre fluvial de Hugo Gola (1927); la búsqueda expresiva en los haikus de Kiwi (1941); la cadencia del tiempo en la mesura pueblerina de Alfonso Acosta, y el enfoque visual y sensorial en Roberto Aguirre Molina (1951).

Por último, aflora el testimonio de la ciudad, de la inmediatez, de la cotidianeidad, de las luces y las sombras que irrumpen a cada instante. Despojo, dolor, irritación, desvelo. Amores tardíos, revelación del milagro, sentimiento libertario, realidad social, emancipación, muerte. Horacio José Lencina (1928-1988) es un precursor de esta búsqueda poética. También lo fue el citado Aldana, Orlando Calgaro (1939-1985), Francisco Urondo (1930-1976), Diana Bellesi (1946), Sara Zapata Valeije (1938), María del Pilar Lencinas (1938), Jorge Conti (1935), Hugo Diz (1942), Roberto Retamoso (1947), Eduardo D’Anna (1948), Edgardo Russo (1949), Mirta Rosenberg (1951), Enrique Gallego (1951), Rafael Bielsa (1953), Reynaldo Sietecase (1961), Martín Prieto (1961), Daniel García Helder (1961), Sergio Gioachini (1963), Osvaldo Aguirre (1965), Sebastián Riestra (1963) y Andrea Ocampo (1969). Quedan los más jóvenes, con voz y estilos definidos: Ángel Oliva (1970), Lisandro González (1973), Fabricio Simeoni, (1974), Pablo Ascierto (1974), María Paula Alzugaray (1974), Alicia Salinas (1976), Luisina Crespi (1976), Paulina Riera (1978) y Hemilce Fissore (1978), entre tantos otros.

Sin soslayar a reconocidos narradores que incursionaron la poesía, como Juan José Saer (1937-2005) o la incursionan, como Arturo Lomello (1930), Alberto Laguna (1940), Enrique Butt (1949) y Carlos Antognazzi (1963). O el talentoso cineasta Fernando Birri (1925), autor de excelentes poemas que nos acercan al lugar sagrado de la memoria.

Entre Ríos es cuna inexpugnable de poetas. Podríamos iniciar la marcha con el nombre de Evaristo Carriego (1883-1912) un poeta que inmortalizó Jorge Luis Borges al distinguir su poesía costumbrista y romántica. Pero el más grande poeta entrerriano y quizás la voz mayor de nuestro litoral es, sin duda alguna para quien escribe, Juan L. Ortiz.
 
Cultor de un cosmos lírico que encierra un torrente de versos que se expanden a lo largo de su obra, desplegando sutiles imágenes, colores, olores, sensaciones, contemplación serena, silencios estremecedores.

Allí la poesía habla por sí misma, perdura impasible o explota con la fuerza de ese río único, poéticamente inmortal. “No te detengas alma sobre el borde / de esta armonía / que ya no es sólo de aguas, de islas y de orillas…/ ¿Temes alma que sólo la mirada / haga temblar los hilos tan delgados / que la sostienen sobre el tiempo / ahora, en este minuto, en que la luz / de la prima tarde / ha olvidado sus alas / en el amor del momento / o en el amor de sus propias dormidas criaturas…” Así canta uno de los principales bastiones de la emblemática Generación del 40’.
 
¿Poesía regional o poesía universal? ¿Quién se anima a interpelar el lenguaje orticiano para saber qué lugar ocupa en el mundo de la creación?

Al lado del hombre de Gualeguay sentamos a otro poeta del mismo terruño: Carlos Mastronardi (1901-1976). El célebre autor de Luz de Provincia (“Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre, / sus costas están solas y engendran el verano…”) fue un estilista de renombre, un minucioso artesano de la palabra que brilló en las altas esferas literarias de Buenos Aires.

Y además de los poetas ya nombrados en la nota, que se radicaron en otras zonas litoraleñas (Cibils, Calgaro, Veiravé, van Bredam), brillan creadores de la talla de Alfredo Martínez Howard (1910-1968), Alfonso Sola González (1917-1975), Juan José Manauta (1919), Emma de Cartossio (1925), Arnaldo Calveyra (1929), Ricardo Zelarayán (1940) y Marta Zamarrita, junto a los representantes de las nuevas generaciones: Manuel Bendersky (1944), Susy Quinteros, Miguel Ángel Federik (1951), Delfina Muschietti (1953), Daniel González Rebolledo (1953), Juan Manuel Alfaro (1955), Juan Meneguín (1958), Alejandro Bekes (1959), Marcelo Leites (1963), Daniel Durand (1964), Adrián Ríos (1969) y Fernando Callero (1971).

Un enigma

Hemos desarrollado un amplio panorama de los poetas que constituyen la historia de la lírica del litoral argentino de los últimos cien años. Es probable que haya omitido algunos nombres y pido disculpas de antemano.

Pero lo que más nos importa es apreciar la gama de estilos y registros que contiene esta inmensa y rica región de nuestro país. Río, tierra, ciudad. Cualquier temática ubica al creador frente a la necesidad de decir. No importa si cada voz llega a los oídos de todos o simplemente queda a este lado de la frontera de la mismidad.

Hay poetas arraigados al lugar que los vio nacer. Otros tomaron nuevos rumbos, pero no dejaron de pertenecer al origen. Esa traza aparece siempre en algún resquicio del texto. Todos han generado un derrotero con palabras, sin recurrir a medidas extremas, sin alterar la historia de nadie.

Al revés de la obsesión del poder, la poesía es sencillamente poderosa porque no salva ni redime, tampoco mata, menos aun corrompe. Y posee dos cualidades que apabullan cualquier orden instituido: la trascendencia de la belleza y el milagro de la reparación.

“A lo mejor queda grande la definición, pero creo que en mí y en otros escritores del interior se está produciendo un realismo crítico. Hay que encontrarle el lado arltiano a la literatura del interior para que deje de ser costumbrista.”, dijo en algún reportaje Orlando van Bredam.

Es cierto, pero tampoco hay que olvidar que los poetas han logrado salvar esos obstáculos y cortar ligaduras lingüísticas cuando supo cómo decir.

Hábitos, costumbrismo, lenguajes aldeanos. ¿Es allí el lugar de la poesía? Cuando se trata de cómo escribir (la) nadie camina sobre pasos seguros. Sólo se toman desvíos o atajos por no querer aceptar el descenso al infierno. Lo sabían Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, José Pedroni, Felipe Aldana, Amelia Biagioni y Francisco Madariaga, para nombrar a los más influyentes. Y lo saben los que siguen. Mal que les pese siempre serán asiduos protagonistas de los actos infelices de la vida.

Ausente de sí o vivamente consciente de sí, aturdido por su propia voz cuando la indiferencia lo niega o dichoso ante el abrazo de la pasión, cada poeta se sostiene desde el gobierno de las palabras. Inexorablemente, vive para escribir, no para simular que escribe. Y nuestro litoral lo disfruta.


 
Buenos Aires, noviembre de 2009
 
Esta nota, originalmente publicada en la Revista de las Bibliotecas Populares, BePé, editada por la CONABIP, cuenta con la autorización expresa para ser reproducida en esta publicación.

http://www.conabip.gov.ar/

César Bisso nació en Santa Fe en 1952 y está radicado en Buenos Aires desde 1984. Sociólogo y docente de la UBA. Publicó once libros de poemas, entre ellos destacamos “El otro río”, “Isla adentro” (premio José Pedroni), “De lluvias y regresos”, “Las trazas del agua” y “Permanencia”.


 
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