Revista Internacional de Poesía "Poesía de Rosario" Nº 19
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Juán Coronel Maldonado

Juán Coronel Maldonado





 
I DEJAR ALGO

Demasiadas sombras no me salvaron
del silencio de la vieja casona que respiran
en las flores amarillas de las acacias.

Mi pesar oculto en los aleros
resiste en aquel vértice con resabio a hijo.

Las palabras asedian con perfumes remotos,
blanquean el reverso de la osamenta.
Y el animal insiste en reconciliarse con la sangre.

Los pájaros cazados me acercaron
a una gruta de la que no se vuelve como un signo.

¿Qué sospecha, qué improbable hilván
me sostiene a los fragmentos encendidos?
¿Adónde se fundieron con el abrazo de los míos?

Grita mi secreto en el aire
convocando cigarras perversas.

El hambre habitado desde lejos
atruena como daga en la garganta
con sus lazos acordonados, roídos.
También.
Me inclino en palabras, las ramas,
el campo, la risa de los santos.

El pan furioso cubierto de lástima,
mi rostro cansado en la historia escrita
por una familia exsangüe en el arroyo.

No es fácil mantener los postigos cerrados a resguardo del viento.
Inquietos los ojos buscan la única lágrima.


Mi sino reclama el natural espíritu de las cosas.
El alma con un estigma en los labios quiere escaparse
de las solitarias efigies en un viento roto.


¿Sobre que criaturas porque volver al desamparo?
¿Quién desatará la urdimbre y empalizará
los días con el hielo de mis muertos?

Agobiado por el legado del tiempo,
sin resurrección debajo las piedras.
Hoy.
Me dejaron todo en la carne amarga.
Predadores de la huerta hechizada.

Y tengo que escribir para no vivir
entre los huesos.































II PARA SALVARME.

Insondable paraíso en el vino.
¡Cómo si se pudiera escapar
del tiempo que invade con cenizas!

Trémula la mordedura de los ángeles
oculta la traición de sus fragmentos.

¿Quién rescatará a los hijos que guardo
debajo de las canciones de mí padre
como un sueño leproso para siempre?

¿Salvarme de lo muertos dichosos,
de las noches en que las estrellas
sentenciaron la leyenda que ocupo?

No puede deshacerme la sospecha de ser
brazo alzado, follaje estridente,
armado de pájaros de ónice, sin ramas agobiadas.
No debe.
Soy existencia, certeza amparada
en la mansa y olorosa vehemencia.

Recuerdo el sueño por la lluvia,
el hambre de los míos cubierto de trigo,
y me entrego rebelde a los ojos de la sangre.

Los retratos descansan declinados
sin maletas sobre una escalera de hielo.

Abro las puertas de la estancia,
quebrantando las fallebas al tajo en la carne
que sepultó la resurrección.

Nada de mí, duermo en el otro,
en el tibio abrazo para estar a salvo
de este silencio que me convoca en el aire
como las cigarras.
Todo para unirme con el principio.
Detrás de la herencia lo que no vuelve.
No se repite.
¡Cómo si fuera fácil comerse las escorias!

III LO QUE SOY.

Todo me ahoga con sabor a madre.
La noche es el agosto dice la escritura,
oculta el umbral, malogra los días.

¡Quiero seguir sin el filo de las furiosas palabras,
no ser maliciado por olores rotos,
perfumes murmuradores, sabrosos toneles de miel!

Lo que soy es un hierro memorioso
como los pesados veranos que zumbaban abejorros.

Todo está, lo siento, nada modificado.
Nadie se ocupa de mis granos torcidos,
sólo encienden al suplicio que me sostiene entero.

Pasaron siglos en una vasta colina,
piélagos de magmas, calendarios impares.
Lo que no fue, es ahora una enorme faena de llevar.

Y vinieron las criaturas ha desatar la luz,
a decomisar el orden, la hierba mansa.

Se disputaron los envenenadores a cubrirme
los ojos, que no recuerde cómo se mecía
el trigo sobre el apetito que tengo todavía.

Dejé mi dura lástima, crisálida rota
en el estanque, al inicio eternamente,
como la patraña que me alejó de todo.

¿Qué hambruna deshace mi figura?
¿Qué ignominiosa sentencia se acomoda
entre los brazos que llaman a dormirme?

Demandar es ser este mendigo en los relámpagos.
Y nada me acercará a lo que no puedo llorar.






IV PARA QUEDARME

¡Cuántos pretextos que no escaparon al rastro
de los vahos cotidianos en un pedazo de tierra arrebatada,
del fantasma enamorado en la siesta interminable!

Se espantó la otra vida en un boquete negro
y se disipa ésta por el sabor de la vainilla.

Pero vuelvo en las quimeras al corazón de la casa,
a los traumas de mi padre, su confesión, tajadura fatal,
al vidrio caliente que enloquecieron a los brotes del jardín.

Ciénaga de vino en una taza de caldo,
ojos de liebre asustada, rojos de horror.

Sorprendida de lluvia la vehemencia de mi alma
en los corredores, vislumbraba el estribillo
de la canción que los gorriones secuestraron

a un hueco como nido llagado hasta el cielo,
sin sospechar que debía seguir, saldar este destino,

con la hierba parda de los veranos ardidos,
ascender sin escaleras a los infiernos helados,
correr en caballos negros dibujando la línea

oblicua que desataron mis pañuelos, sepultaron
el crespón en los corpiños de mi madre,
las enaguas amarillas y ruidosas de la abuela.

¡Cómo ser acá lo que no pude tocar en otra estancia!
Estatua peregrina ligada al riel del último tren.



Simientes de miel, astrágalos rectos, raíces ciegas.
¡Qué alguien deshaga mi amargura en el espacio,
el hálito de las fotos con sabor a reloj descuartizado!



¡Tantos perros que ladran como perros en los inviernos!
Semejante al exilio del polvo a los rincones.

Fueron los pasos de madera que las nimias polillas devoraron
el jadeo de mí, de otra casa debajo del espejo.


-¡Pero hijos!, decía mi madre en el poyo del sillón.
-Canten el adagio de los nardos, cierren los ojos,
escuchen la risa plateada de los álamos
murmurando lo que falta para llegar definitivamente.


Lo que habito me deshonra, saquea, desampara.
No quiero ser una hechizada lágrima
envuelta en la luz de una gruta lejana.

No lustraré los retratos con sangre, lo juro.
Saldré de toda èsta locura, arrinconaré
la flor del perdón en los ayeres.

¿Por dónde entrar entonces cuando llame la cerrazón?
¿Cuándo escaparé de todos los territorios?

Demasiados pretextos no me absuelven del olvido.
Algo tengo que ver en este averno.


 
 
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